EL JARDIN DE GABRIELLA

Dicen —y ya sabes cómo nos gusta el chisme disfrazado de datos históricos— que, en las mañanas tranquilas de RJ, cuando el sol se filtra sin ganas entre los árboles del Parque Lage, desde la segunda planta del patio, ese lugar que ahora es aclamado por las selfies y las aves, todavía se oyen los cantos de Gabriella. 

Resulta que Gabi no era cualquier cantante; era una soprano de esas que te hacen llorar con dos notas. Vivía ahí con Enrique, y él la quería tanto que le construyó un paraíso: un patio con aires de Coliseo, jardines que parecían salidos de un sueño y una piscina bajo la mirada del Cristo, que, desde esa altura, parece bendecir a los enamorados y a los despistados.

Ellos tenían uno de esos amores que dan envidia. Un carioca con una italiana, ¡qué sabrosura de relación! Era más o menos como: pasta pero con picaña, como un latte macchiato después de ver fuchibol, o, una caipirinha con un gran volumen de alcohol que te calienta la garganta y te pone a cantar.

Caminaban juntos por los jardines, ella cantaba, él la miraba embobado, y todo parecía eterno. Hasta que, claro, no lo fue. Gabriella se fue antes de tiempo —como si la eternidad tuviera que marcar tarjeta— y Enrique quedó ahí, como único inquilino, recordando el eco de la voz que lo llamaba con amor.

Ahora, el Parque Lage es un lugar lleno de turistas, pero, si te quedás callado un rato, bajo los arcos o en su terraza, quizás escuches algo. Un susurro, una nota alta que resiste al olvido o el canto de las aves que pueden ser Gabriella. Porque el amor, incluso cuando no es para siempre, se las arregla para quedarse flotando por ahí.

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