LA ÚLTIMA FIESTA DEL PAPA

Las fiestas a las que iba Francisco, no eran fiestas cualquiera. No era un bautizo con torta ni sabor a Moscatel. Eran rumbas que podían durar una eternidad, y yo, estuve en una de ellas.

Ahora sí: el chisme.

Fue hace un par de años, justo el lunes después del Domingo de Ramos de 2023. Me metí en ese país que vive dentro de otro: El Vaticano.

No entré por devoción, lo hice por curiosidad, como los gatos que espían desde los techos. Crucé el cordón de seguridad que todo lugar sagrado tiene y unos pasitos después me topé con la plazoleta principal. Ahí estaba el desastre del día anterior: sillas patas arriba, flores desmayadas y un eco que susurraba lo bien que la habían pasado. Y yo, como quien esquiva a los turistas, me fui derechito a la Basílica de San Pedro, que queda a unos metros de esa plazoleta.

Caminé por sus callecitas de predicas con olor a mármol, bajé al sótano, vi las tumbas de los otros, esos que también jugaron a ser eternos. Descubrí que podía subir hasta la última cúpula del lugar. Ascendí sus escalones torpes que parecen promesas no cumplidas que te pesan en las rodillas. Arriba, al salir del recorrido en círculos, Roma se vuelve infinita, y uno, por un instante, también. Pero justo cuando crees que podrías quedarte a vivir ahí, aparece él: Francisco, el Papa.

Se asomó metros abajo sobre su balcón, como un vecino que quiere saber si ya pasó el de la mazamorra, y a ese sí que ni el santísimo lo agarra. Saludó. Dijo lo suyo sobre la Semana Santa con tal devoción que yo, que no rezo pero tampoco molesto, cerré los ojos mientras lo escuchaba desde allá arriba. No por fe. Por respeto. Porque hay momentos que no se explican y mucho menos se repiten.

Hoy lo cuento porque estuve ahí. Me metí donde no me llamaron y terminé viendo algo tan real que ni mi abuelo podría inventar. Por única vez, estuve por encima de él. Lo vi en su salsa predicando, y entendí que el verdadero milagro no es caminar sobre el agua, es cruzarte con algo que no vas a olvidar jamás.

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