RATÓN PEREZA
En toda familia hay uno. El que duerme mientras los demás siembran tomates. El que no sabe en qué lugar dejó las llaves ni cómo se prende un fogón. En la nuestra, él se llama Pereza. Sí, se llamaba así. Nadie sabe si fue ironía divina o castigo familiar. El caso es que nunca movió una pata por gusto.
Pereza es el menor de los Vasca: una familia decente, trabajadora, honrada, y con la paciencia que da un campo sin cosecha. Le gustaba el queso fuerte, el pan y dormir como si cobrara por hora. Tiene la panza como una aceituna gigante. Y la mirada de quien acaba de despertarse. Dormía de noche, descansaba de día. Las pocas veces que abría un ojo, lo hacía para ver sevillanas en el televisor del vecino mientras se mecía en su hamaca con un vinito añejo porque lo único que conocía, eso sí, eran todas las siestas del calendario.
Vivía con su familia al norte de España, en una casa tan chica que el eco se quedaba sin ganas. En su cuarto había una hamaca paraguaya, ventilador medio muerto, espejo lleno de polvo y un parlante donde sonaban desde Rata Blanca hasta Ben de Jackson.
Un día, un ruido en la planta de arriba atenuó su extendido bostezo. Y eso sí que lo sacó de quicio. Se puso sus pantuflas de gato, su bata raída y un gorro con una bolita de lana en su cúspide. Subió, o mejor dicho, se arrastró como si el suelo fuera miel hasta la clínica odontológica. Al asomarse por la ventanilla vio algo que lo dejó entre molesto y fascinado: un humano de bata blanca que pulía dientes como joyas, lo que provocaba un zumbido delicioso para tomar una siesta. Así que desde ese día, subía todos los días. Primero refunfuñando. Después por curiosidad. Tomaba nota. Se quedaba dormido. Tomaba vino. Volvía a espiar. Así durante semanas.
Hasta que una noche helada, mientras su familia veía El Ratón con Botas por cuarta vez, Pereza pensó en voz alta. Les contó que podía curarle los dientes a su mamá. Que sabía cómo hacerlo. Que había aprendido chismoseando al doctor de arriba, pero que, bueno, le daba pereza hacerlo.
Los hermanos y su padre lo agarraron de las orejas. Y lo llevaron directo a la cocina, donde su mamá se quejaba con cada mordida. Lo obligaron. Finalmente lo hizo. Le curó la muela, la dejó como nueva. Y su madre, emocionada, hizo lo que toda madre hace cuando el hijo inútil hace algo útil: lo contó en todo el barrio.
En tres días, la cuadra se volvió una sala de espera. Llegaban ratones de todos lados: con caries, encías lloronas, muelas podridas por comer bombones tirados. Españoles, gitanos, turistas de la fábrica de chocolate. Todos querían que el Dr. Pereza los atendiera. Y él aceptaba, siempre y cuando fuera entre las 4 y las 5 de la tarde. El resto del día estaba reservado para dormir.
Hasta que apareció un viejo ratón de guerra. De esos que sobrevivieron a la escoba, al veneno y a las minas disfrazadas de trampa. No le quedaba un solo diente, pero todavía soñaba con morder un pedazo de queso manchego antes de morirse. Pereza lo miró como quien mira un lío, y después de un bostezo le prometió pensarlo. Le pidió una noche para consultarlo con su secretaria: la almohada.
Revisó sus notas. Buscó ideas entre sueños. Nada. Entonces volvió a espiar a su colega. Esta vez entró al consultorio y lo escuchó decirle a un niño que, a esa edad, los dientes se caen y salen otros más fuertes. Que algunos los guardan y otros los tiran.
Y ahí, entre siestas, como una revelación, Pereza soñó: Si voy a escondidas a las casas de los chicos y, mientras duermen, recojo los dientes y dejo algo a cambio.. podría hacer prótesis para ratones viejos.
Así, dicen los ratones mal hablados que nació la historia del Ratón Pereza. Aunque, si me preguntás a mí, fue solo un largo sueño de nuestro protagonista.